Hoy hemos sido convocados para renovar la carta de Santiago, que cumple 44 años a través de la cual la Iglesia chilena junto a otras organizaciones religiosas y civiles se comprometieron en la defensa de los derechos humanos. Y destaca una figura, el cardenal del pueblo, Raúl Silva Henríquez, quien escribió en 1989 lo siguiente: “En mis largos años de vida y en mis años de arzobispo de Santiago, siempre he tenido una preocupación especial por los pobres” (…). “Por eso, para mí crear el Comité Pro Paz y después la Vicaría de la Solidaridad fue un imperativo de conciencia ante los atropellos a la dignidad humana que veíamos a diario (...). La Vicaría de la Solidaridad ha sido un signo profético que quedará registrado muy profundamente en el alma y en la historia de Chile”. Y así fue. Y hoy, décadas más tarde, seguimos conmemorando este signo profético que perdura en lo más profundo del pueblo chileno.
La cultura de nuestro tiempo, contradictoriamente a los avances conseguidos en conocimientos y tecnología, ha retrocedido en lo concerniente a la valoración de las personas, de su naturaleza y dignidad. No tenemos que ir muy lejos para constatar cómo muchas personas, familias, comunidades locales, nacionales e inclusive internacionales, viven una permanente y sistemática violación de sus derechos más fundamentales: pobreza, marginación, discriminación, explotación laboral y sexual, desempleo, injusticia, violencia, desplazamiento forzado, expulsión de campesinos de sus tierras, libre expresión restringida, acceso a la educación y a la salud negadas, exclusión social en varios niveles, etc. Esta realidad en la que viven miles de personas está reclamando un compromiso mayor y más urgente de los discípulos misioneros de Jesucristo en los contextos actuales.
La vida de las personas que viven las calles del gran Santiago, de las personas migrantes, de las personas enfermas, de las personas adictodependientes, de las personas en situación de calle, de las personas adultas mayores, de las personas detenidas en las cárceles; y tantas otras situaciones en las que los derechos de las personas y pueblos son vulnerados, se convierten en un permanente desafío a nuestra misión. Jesucristo, el Señor, que asumió en carne propia los dolores, sufrimientos, gozos y esperanzas de las personas, nos enseñó el camino del compromiso que tenemos como seguidores suyos en la vivencia cotidiana de la fe.
La Iglesia, comunidad de discípulos, siguiendo el ejemplo de Jesús que “defiende los derechos de los débiles y la vida digna de todo ser humano” se ha mostrado siempre cercana a la vida de las personas, de modo particular de aquellos que son víctimas de atropellos e injusticias, de los pobres y marginados, de los pequeños y vulnerables de la sociedad defendiendo y protegiendo sus derechos. En su preocupación por que la vida digna sea respetada y valorada en todos los ámbitos de la sociedad, aprendemos del Maestro a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona humana. A igual que Jesús, nosotros somos ungidos en el bautismo para llevar la buena noticia a los pobres de que Dios otorga la liberación y el perdón a todos.
Todos sabemos que estamos viviendo un cambio de época, pero no todos son conscientes de que el nivel más profundo de dicho cambio es el cultural, donde se desvanece la concepción integral del ser humano, su relación con el mundo y con Dios. En este contexto, resulta apremiante considerar la concepción y promoción integral de los derechos humanos como eje vertebrador de toda la acción pastoral; de lo contrario, el resultado serían respuestas parciales que pueden derivar en perjuicio a la dignidad de todos, especialmente de quienes son más pobres y vulnerables.
Hemos de recuperar la centralidad de la dignidad humana en la vida social, política, cultural y económica donde se pisotea a diario; y por ello, la Iglesia denuncia esas visiones reduccionistas de la persona que resultan incompatibles con su naturaleza y dignidad. Según sea la concepción que se tenga de la persona humana, así será la concepción que se tenga de los derechos que le corresponden. Y esto no es solo una cuestión teórica, sino que tiene directa incidencia en el efectivo reconocimiento y promoción de los mismos.
CONMEMORACIÓN 44 AÑOS DEFENSA DDHH
La exclusión social deja fuera del sistema a cientos de miles de hermanos, considerados dramáticamente como sobrantes o descartables. Pero no solo están excluidos de lo social y de lo material, sino que están siendo expulsados de la vida misma y considerados como ‘no personas’ y ‘no ciudadanos’. Comprobamos que emerge una nueva forma de hambre: el hambre de ser contemplado, valorado y promovido como persona, hijo e hija de Dios. Es también el hambre de ser reconocido como sujeto y no objeto de proyectos políticos, sociales, o económicos. Lejos estamos del Levítico: “cuando un migrante se establezca en tu país, no lo oprimirán(…), lo amarás como a ti mismo”.
Tenemos por delante una tarea que reclama el compromiso de todas las comunidades cristianas. Un mundo más justo y solidario necesita voluntades que se unan y estructuras que se cambien. Necesitamos, sin duda, personas más buenas; y también vínculos sociales más equitativos. La falta de respeto a los derechos humanos engendra muerte, violencia, dolor, exclusión social. Todo lo contrario al Plan de Dios creador. Dejémonos conducir por el Espíritu para vivir como hijos e hijas de Dios.
De joven aprendí que el amor de Dios nos hace personas disponibles y luchadoras. Y este amor nos pone en situación de bienaventuranza y nos exige una postura radical de identificación, denuncia y liberación, en un proceso de encarnación que nos lleva a ser testigos del Señor en el mundo. Estar presentes allá donde las papas queman supone también ejercer la denuncia cristiana. La denuncia es un imperativo ético, camino a recorrer en la defensa de la dignidad del ser humano y en la lucha infatigable por la justicia. Cuando meditamos la Palabra de Dios nos sentimos obligados a denunciar el pecado y la injusticia, comenzando por nosotros mismos y nuestras comunidades. Esta confrontación con la Palabra de Dios nos lleva a descubrir nuestra propia responsabilidad y nos urge al compromiso concreto. Vemos la necesidad de tomar posturas críticas de denuncia profética ante la sociedad neoliberal y alienante que
produce, sobre todo entre jóvenes y pobres, un tipo de persona consumista, desinteriorizada, despolitizada, superficial, insolidaria y fragmentada. Solo en la medida en que intentamos ser coherentes desde el Evangelio en la solidaridad con los más pobres, nos sentimos capaces de actuar proféticamente ante las injusticias concretas que descubrimos cada día. Un gran ejemplo de ello es san Óscar Arnulfo Romero, defensor de la verdad y la justicia, asesinado hace 42 años en El Salvador, quien decía: “la persecución es algo necesario en la Iglesia. ¿Saben por qué? Porque la verdad es siempre perseguida”.
Es grande el reto que tenemos que asumir, porque a veces nos obligará a remar contra corriente, a enfrentarnos con estructuras de pecado que querrán acallar nuestras voces y frenar nuestro empeño, pero estamos seguro de que no estamos solos en la tarea, el Espíritu del Señor está sobre nosotros y nos sugerirá lo que debemos decir, y será Él mismo nuestra fortaleza. También María de Nazaret nos acompaña en este lugar significativo de la Vicaria de la Solidaridad también hoy con su cariño de madre y nos alienta en la opción por los pobres, sus hijos más pequeños.
Monseñor Álvaro Chordi
Obispo auxiliar de Santiago
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