Hace unos días atrás visité una Casa de Acogida para madres haitianas de la Parroquia María Misionera de la comuna de Renca.
Un esfuerzo loable tomando en cuenta los escasos recursos de esta parroquia. Una casa donde se acoge a estas madres por un plazo máximo de un año. Tiempo en el cual se les enseña español, se les ayuda con sus papeles y a encontrar trabajo.
Conversando con el grupo ahí acogido de las dificultades que han experimentado en el país, una de ellas me contó de un día que fue a la feria como cualquier otro vecino o vecina. Quiso comprar uvas a una de las feriantes, pero la vendedora le dice que no había uvas, siendo que a simple vista era claro que había mucha en el mesón. La mujer haitiana insiste, pero vuelve a recibir la misma respuesta negativa.
Ella, entonces, saca por conclusión que para alguien de su color de piel, no había uva. Y así otras tantas discriminaciones vividas por las demás mujeres que se encontraban en esa casa.
Lo que duele de este hecho es pensar no sólo en la mujer haitiana sino también en la misma feriante. Quizás cuál es la experiencia que ésta última ha tenido.
Quizás, ella misma ha sufrido la postergación, marginación y discriminación en su vida.
Quizás, ella misma ha visto cómo se le han cerrado algunas puertas y ha tenido que trabajar duro para sacar adelante su familia. Sabemos lo duro que es el trabajo de los feriantes. Por ello mismo duele más.
Duele que alguien que ha vivido todo esto, ahonde y acreciente el sufrimiento de una persona que tiene que enfrentarse a lo mismo. Duele que quien sufra no se compadezca de quien también sufre.
Más adelante cuando supe que estas mujeres integraban el coro de la parroquia, les pedí que cantaran alguna canción en creolé, pues conocía otros coros haitianos, y la interpretación que hacen se acerca mucho al gospel spiritual.
Ellas acceden y comienzan a cantar el Salmo de la Creación: “Mi Dios, tú eres grande y hermoso, Dios viviente e inmenso, tú eres el Dios de amor”, y luego continúan con una segunda: “Gracias a ti, mi Dios”.
Lo que me sorprendió fue que mujeres sufrientes, alejadas de su patria, de su familia, discriminadas, sin trabajo, sólo sabían reconocer el inmenso amor de Dios y agradecerle por ello.
Tal vez, ninguno de nosotros es autor ni protagonista de una discriminación de tal calibre, pero podemos ser autores de otras: por apariencia, por educación, por origen social, por el modo de hablar, por el modo de sentir y vivir la afectividad.
Bien vale no dejar de preguntarnos con el Padre Hurtado. ¿Qué haría Cristo en mi lugar? Tenemos mucho que aprender aún.
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