La pandemia nos ha golpeado muy fuerte en muchos aspectos. Nos ha ayudado a relativizar algunas de nuestras prioridades y hemos aprendido a valorar mucho más aquello que, por tenerlo cerca y a diario, no le dábamos la importancia que sí tenía. Hoy reconocemos el inmenso valor de la vida misma, de las personas que tenemos cerca y de aquellas con y por quienes laboramos.
Sin embargo, a pesar del tremendo golpe que hemos recibido, vemos con profunda preocupación que en nuestro país sigue primando un modelo económico que saca a la persona del centro. Un modelo basado en la primacía del mercado y la libre iniciativa de los actores económicos como principales factores para construir la sociedad. Un sistema que pone los beneficios económicos por encima del ser humano, primando una cultura del descarte, que considera a la persona en sí misma como un bien de consumo que se puede usar y luego tirar.
Un ejemplo claro de esto es la creciente precarización del trabajo. Una realidad que podemos ver en los trabajadores subcontratados, en la informalidad laboral, en los sueldos inequitativos, el empleo público a honorarios y sin estabilidad, las situaciones de explotación que enfrentan muchos migrantes, las jornadas de trabajo de los trabajadores del retail que atentan la convivencia familiar, el trabajo infantil que aún realizan muchos niños, niñas y adolescentes, y, especialmente, los bajos sueldos que tienen millares de personas, llevándolas a situaciones de pobreza, sobreendeudamiento y autoexplotación. Lamentablemente, todas estas realidades se agudizarán con los efectos de la pandemia. Las medidas que ha llevado adelante el gobierno, si bien pretenden ayudar, no logran responder adecuadamente.
Dentro de este contexto, en estos días se ha estado dialogando acerca del reajuste el sueldo mínimo. Para la Iglesia, la remuneración es el instrumento más importante en la práctica de la justicia en las relaciones laborales, ya que es la retribución del trabajo. Por ende, el salario debe ser justo y validador de la dignidad de las personas. Comete una grave injusticia quien lo niega o no lo da a su debido tiempo y en la justa proporción al trabajo realizado. A nivel de sociedad, el salario justo puede ser visto como una verificación concreta de la justicia del sistema socio económico, el que no sólo debe asegurar la comida, o un sustento mínimo, sino que debe permitir acceder a una vida próspera. Esto implica el plano material, social, cultural y espiritual.
La pregunta que debemos hacernos es si el sueldo mínimo regulado en Chile permite acceder a la vivienda, a una salud digna y a una educación que abra futuro. La pregunta puede parecer retórica, pues la respuesta la conocemos y alguien me podrá decir que soy ingenuo al formularla. No obstante, es exactamente la pregunta que debemos hacernos. Si la respuesta es negativa, debemos seguir haciendo esfuerzos para que el sueldo mínimo permita sostener dignamente la vida.
La discusión, entonces, no debiera enfocarse en el sueldo mínimo, sino, como ha sugerido la Iglesia, en el sueldo ético. El salario mínimo es el límite para el sueldo más bajo, pero en ningún caso representa un salario que permita una vida digna. Por lo tanto, es una falta grave a la dignidad de las personas pensar que desde el monto propuesto podemos alcanzar la justicia. De ahí la necesidad del sueldo ético. Luego del estallido social muchas empresas incrementaron propositivamente sus remuneraciones sobre el ingreso mínimo respondiendo al llamado de las movilizaciones. ¿Ya nos olvidamos de ese propósito?
En la redacción de su proyecto, el gobierno ha señalado múltiples argumentos para no incrementar significativamente un sueldo mínimo en tiempos de crisis, apuntando sobre todo a la estabilidad económica. No obstante, en perspectiva de un trabajador o trabajadora, nuevamente la crisis se sostiene en sus ingresos y surge una sensación de injusticia e impotencia. Frente a ello es clave legislar una mejor redistribución de ingresos y así quienes más poseen, también podrán aportar a la estabilidad económica. Conociendo que nuestro país mantiene altas cifras de desigualdad, ¿es ético regularizar un ingreso mínimo sin tocar la alta concentración de ingreso que existe?
Creo que todavía tenemos un camino por hacer. No nos podemos resignar a que esto es lo que más somos capaces de alcanzar.
P. Jorge Muñoz Arévalo, SJ
Vicario de la Pastoral Social Caritas
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