Parece que el país, o al menos un sector, ha estallado de nuevo. La pandemia y todas las medidas de confinamiento nos habían dado un aparente tiempo de tranquilidad. Digo aparente, pues puede que hayan disminuido los episodios en las calles, y que la Plaza de la Dignidad se mostrara en calma.
Sin embargo, la procesión se comenzaba a vivir en otros ámbitos, aquellos que por no ser públicos pareciera que no existieran, pero que si no se atienden pueden llegar a explotar. Creo que fue eso lo que nos volvió a pasar. Lo más doloroso de estos estallidos no es el desorden que se provoca, pues todo puede volver a ser reparado. Lo doloroso es lo que sienten todas aquellas personas que parecieran no existir para otros. Eso es lo que no acabamos de aprender.
En este tiempo de pandemia, el gobierno ha ido tomando una serie de medidas para tratar paliar todas las necesidades que se fueron despertando, pues la crisis sanitaria fue dejando al descubierto toda nuestra fragilidad social.
Nuestro orden, algo que parecía un oasis en un momento, está apuntalado con palitos de fósforos. Todas las medidas de control sanitario, necesarias para proteger la salud de todos nosotros, comenzaron a ser acompañadas por otras que dejaban la duda de qué era lo que se estaba protegiendo, las personas o los números.
Reconozco que en algunas de las medidas del gobierno tiendo a ver un esfuerzo real por ayudar. Todo lo relacionado con la clase media va en esa dirección.
No obstante, muchas de esas ayudas son un ejercicio de banca que, finalmente, terminan siendo deuda, una que se suma a las tantas que ya se cargan. Hay facilidades, cierto. Hay un bono no reembolsable, también. Pero, por alguna razón, no convencen.
Me pasa que en todo esto veo un asunto de tiempo, de tiempo oportuno. La bondad de una medida se disipa cuando ésta llega con tardanza, y creo que en las decisiones del gobierno ha habido eso, tardanza, no solo de semanas, sino, en algunos casos, de años. Esa tardanza, genera en definitiva una desconfianza que mina toda posibilidad de creer en el fondo de lo que se intenta.
Hay ocasiones en que estas disposiciones se miran como el precio a pagar para seguir aceptando el modelo socio-económico que nos rige.
Pudiera ser que, efectivamente, el retiro del 10% de las AFP no sea lo más adecuado a largo plazo, pero la real posibilidad de hacerlo se alza como una victoria, un abrir una veta dolorosa en este modelo que ha precarizado la vida de la mayoría de las personas.
Puede que quien esté pensando retirar su 10% tenga muy presente que no es mucho lo que podrá hacer con eso: podrá pagar algunas deudas, podrá comer un poco mejor un tiempo, podrá reparar las goteras del techo; sabe que es una brisa que entra por la ventana y que luego no estará. Sin embargo, el solo hecho de retirar ese poco de dinero es un triunfo, es sentir que se le puede ganar, desestabilizar, a este gigante que ha oprimido por tantos años la vida y que ha generado una segregación social vergonzante.
Una segregación que además ha fortalecido una inmensa red de narcotráfico que acaba por reemplazar al Estado en tantos sectores del país, y que no podemos descartar que estén detrás de muchos desórdenes que nos afectan.
La pandemia, ha sido factor de dolor y muerte para muchas personas, con toda su realidad de temor e incertidumbre, pero no caigamos en el error de pensar que la pandemia ha borrado la memoria de postergación y marginación. Mientras no seamos capaces de mirar eso de frente, de dialogar sin esperar sacar provecho político alguno; mientras la clase política no asuma su responsabilidad de representantes de la gente y no de su ideología, este estallido no se detendrá.
Por supuesto que rechazo absolutamente la violencia, pero rechazo más aún la que se ejerce desde los decretos, las leyes, y desde un modelo económico que no mira al bien común. Por ello, puede que el gusto cueste un poco caro, pero lo de la Cámara de diputados es un primer, aunque pequeño triunfo.
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