Estamos iniciando este tiempo de Cuaresma en un contexto único en nuestra historia eclesial, por lo que creo que no podemos desentendernos así como así, y pensar que podemos hacer como siempre hemos hecho.
Hace unas semanas atrás, nos sorprendían y remecían las palabras que Juan Carlos Cruz les dirigía a los Obispos reunidos en Roma: “Ustedes son los doctores de las almas y, sin embargo, con excepciones, se han convertido en algunos casos, en los asesinos de las almas, en los asesinos de la fe”. Es muy duro que alguien catalogue de esa manera a quienes debieran ser sus pastores, sin embargo, representa el sentir concreto de muchísimas personas hacia lo que hoy muestra la Iglesia. Es una realidad. Lo debemos aceptar. Nos debe mover internamente.
Si a esto sumamos el relato de la violación que Daniel Rojas habría sufrido en dependencias de la Catedral de Santiago, la herida se nos agranda, y la esperanza se nos desmorona. Es verdad que hay una investigación en curso y no sabemos cómo terminará, pero es una situación que se suma a una larga lista de abusos.
Todo esto causa dolor. Causa rabia. Causa indignación. ¡Cómo va a ser extraño,entonces, que algunos levanten sus voces y carteles con frases de distinta índole! Hay quienes pueden aguantar, pero hay otros tantos que parece que ya tocaron límite. Lo que escuchamos no es más que el canto de un pueblo enojado, que no quiere más abusos y que clama por una nueva Iglesia o, al menos, renovada profundamente.
A quienes formamos parte, de una u otra forma, de la iglesia jerárquica, todo esto es un pecado que nos salta al rostro con toda su fealdad. Tenemos que hacernos cargo de lo que estamos provocando y despertando. Y para eso necesitamos muchas más cenizas que las pocas que nos ponen en la frente al comenzar Cuaresma. ¡Debiéramos verter un saco entero sobre nosotros y no quitarlas, sino que ellas vayan desapareciendo con gestos ciertos, transparentes, de conversión!
¿Pero saben qué? Quisiera que los pecados y crímenes de algunos o de muchos, no causen otro tipo de abusos, dolor y marginación. Cuaresma es un tiempo para disponer el corazón y ser capaz de contemplar con un corazón sobrecogido cómo Jesús asume nuestra miseria y mezquindad en la cruz. En silencio. Sin enrostrarnos nada. Por puro amor.
Y una forma en que podemos hacer este camino es la generosidad, dejar que una realidad de dolor rompa las murallas y defensas con las que nos rodeamos, y así, nos abramos a dar una mano. Durante estos tres años que siguen, a través de la Campaña de Cuaresma de Fraternidad, queremos hacernos eco de lo que viven miles de hermanos y hermanas que han debido dejar su tierra buscando una posibilidad de vida, porque ya en sus países no la tenían.
Aunque haya una infinidad de signos que nos digan lo contrario, la generosidad, los actos concretos de amor, son la pista más clara de que Jesús está vivo, que Jesús sigue recorriendo nuestras calles, que Jesús sale al encuentro de los heridos, marginados y olvidados.
El camino de la redención de nuestra Iglesia pasa por la justicia, pero comienza con la compasión y la generosidad.
Padre Jorge Muñoz SJ.
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